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El muro de drones de Von der Leyen: ¿guerra fría o paz caliente?

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La imagen de un «muro de drones» en la frontera con Rusia y Bielorrusia impresiona. Es una respuesta potente. Ofrece seguridad, aislamiento, protección. Y esto es lo que Europa necesita. Al norte, el adversario emplea sin tapujos tácticas de guerra híbrida que combinan ciberataques y, cada vez más, incursiones de drones que violan su espacio aéreo.

Su entrada es una provocación calculada para medir reflejos y detectar grietas. Lo vimos primero en Polonia. La respuesta fue inmediata y contundente: seis drones fueron derribados. El primer ministro polaco, Donald Tusk, afirmó que “es lo más cerca que hemos estado de un conflicto abierto desde la II Guerra Mundial”. Pero el incidente también confirmó algo que ya sabíamos: la asimetría de costes. Atacar es barato, defender muy caro. A gran escala, los números simplemente no salen. Responder con misiles que cuestan millones a drones de miles de euros es insostenible.

Después llegó el episodio en Dinamarca. Esta vez la incursión quedó sin respuesta. Lo que bloqueaba la acción no era el coste, sino el riesgo. Derribar un dron sobre zonas densamente pobladas conlleva riesgos difíciles de asumir. Pueden caer sobre hogares o provocar incendios. La incertidumbre, en ese contexto, pesa más que la firmeza. Y cuando la respuesta finalmente llega, genera un coste de otro tipo: el uso civil de drones queda prohibido durante semanas. El atacante consigue su objetivo de desestabilizar y crear confusión.

Del Báltico al Mediterráneo, distintos países europeos, incluidos Francia y Alemania, han detectado incursiones de drones rusos en su territorio. Esta es la naturaleza de las guerras modernas: zonas grises. Para algunos, una vuelta a la guerra fría; para otros, una paz caliente. En cualquier caso, el resultado es un conflicto de baja intensidad con riesgo permanente de escalado.

La construcción de un muro está en marcha. Von der Leyen lo ha llamado “la base de una defensa creíble”, y como elemento de disuasión tiene sentido. La iniciativa reúne a diez países del flanco oriental, desde Bulgaria hasta Finlandia, y cuenta con la participación de Ucrania, forzada a convertirse en líder mundial en la materia.

Pero el proyecto enfrenta división interna. Los países bálticos, Polonia y Finlandia lo ven urgente. Francia, Alemania, España e Italia cuestionan los costes y la viabilidad técnica. Polonia, de hecho, ha decidido no esperar y construir su propio sistema.

Los escépticos tienen razones para serlo. Como imagen funciona bien. Llevarlo a la práctica es otra cosa. Los drones no necesitan cruzar una frontera. Pueden despegar desde un garaje, ocultarse en un bolsillo o confundirse con un pájaro. Su catálogo es variado y en continuo cambio. Al fin y al cabo, la guerra de Ucrania se ha convertido en un inmenso campo de experimentación y pruebas.

Estos artefactos van desde el tamaño de un insecto sobrevolando nuestras cabezas hasta enormes plataformas de reconocimiento que vuelan a varios kilómetros de altura. Algunos se pilotan a distancia. Otros vuelan de forma autónoma. Pueden lanzar bombas, estrellarse contra objetivos o sencillamente recoger información para espiarnos. Incluso, a veces, basta con que aparezcan para hacer daño. Su sola presencia puede cerrar un aeropuerto.

No hay un perímetro que defender. La frontera es todo el territorio: un espacio tridimensional desde el nivel del suelo hasta varios kilómetros de altura. La amenaza puede aparecer en cualquier sitio. Por eso, más que un muro, lo que Europa necesita es una malla flexible e inteligente. Un sistema capaz de distinguir un dron civil de uno militar. Uno que se ha perdido por un vuelo amateur de otro que actúa con intención. Es decir, un vuelo inocente de un ataque encubierto.

Crear esta red requiere un mosaico de tecnologías. Detección mediante radares y sensores ópticos, acústicos o con infrarrojos. Respuesta a través de interferencias e inhibidores de señal… incluso con drones armados o misiles para que, llegado el caso, los derriben. Cada pieza cubre las debilidades de las demás. Cuando los radares se degradan y pierden efectividad por la proximidad del suelo, entran las cámaras térmicas.

Toda la información recogida pasa por el tamiz de los algoritmos que fusionan miles de señales para priorizar riesgos sin esperar una orden central. La respuesta es adaptativa: interferir cuando basta, neutralizar y derribar cuando no queda otra. Y todo ello mientras el tráfico aéreo civil sigue operando, con aviones y drones comerciales cruzando las mismas zonas donde el sistema detecta las amenazas.

Este sistema de defensa tiene muchas similitudes con lo que hoy es la ciberseguridad, pero llevado al mundo físico. Hace tiempo que quedó claro que un perímetro no garantiza protección. Los castillos medievales y sus murallas son símbolos de seguridad, no soluciones reales. Europa necesita algo distinto: redes adaptativas que optimicen recursos, prioricen riesgos y reduzcan costes de manera eficiente.

Definitivamente, la imagen de un muro de drones es tranquilizadora. Pero en la práctica, Europa necesita extender las estrategias de la ciberseguridad a la guerra híbrida: sistemas inteligentes para un mundo donde las amenazas pueden estar agazapadas dentro esperando su momento y donde más vale no confiar en que las fronteras las detendrán.

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